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Los intelectuales de hoy*
Entrevista a Pierre Bourdieu

En su último libro, "El sentido práctico” Ud. cuestiona la propia función de los intelectuales, su pretensión al conocimiento objetivo y su capacidad de dar cuenta científicamente de la realidad; y plantea que es necesario analizar la situación social de aquellos que analizan la realidad, los presupuestos que ellos aplican en sus análisis...
—Hay que tener en cuenta el hecho de que el sujeto de la ciencia forma parte del objeto de la ciencia, que ocupa un lugar en él. Sólo se puede comprender la realidad social con la condición de dominar, por el análisis teórico, los efectos de la relación con la práctica que está inscripta en las condiciones sociales de cualquier análisis teórico de la práctica, realmente por análisis teórico y no, como muchas veces se cree, por una forma cualquiera de participación práctica o mística de la práctica, (“pesquiza participante”, “intervención”...). Así, los rituales —posiblemente la mayor práctica de las prácticas una vez que son hechos de manipulación y de gesticulaciones, de toda una danza corporal— tienen todas las posibilidades de ser mal comprendidos por personas que, no siendo bailarines o gimnastas, tienden a ver en ellos una especie de lógica, de cálculo algebraico.

—Situar a los intelectuales es, para usted, recordar que ellos pertenecen a la clase dominante, y extraen lucros de su posición, aunque no sean estrictamente económicos.
—Contra la ilusión del “Intelectual sin lazos ni raíces”, o de clasificar lo inclasificable, que es de cierto modo la ideología profesional de los intelectuales, recuerdo que los intelectuales son, en cuanto detentores del capital cultural, una fracción (dominada) de la clase dominante, y que muchas de sus tomas de posición, en materia de política por ejemplo, se deben a la ambigüedad de su posición de dominados entre los dominantes. Recuerdo también que, pertenecer al campo intelectual implica intereses específicos, tanto en París como en Moscú, puestos académicos o contratos de edición de informes o posiciones en la Universidad, pero también señales de reconocimiento y gratificaciones, muchas veces imperceptibles para quien no es miembro de ese universo, pero por los cuales se posibilitan todo tipo de constreñimientos y censuras sutiles.

—¿Y usted cree que una sociología de los intelectuales ofrece libertad a los intelectuales en relación a los determinismos que se imponen a ellos?
—Ello ofrece al menos la posibilidad de una libertad. Los que dan la impresión de dominar su época, son muchas veces dominados por ella y desaparecen con ella. La sociología da una oportunidad de romper ese encanto, de denunciar la relación de poseedor—poseído, que encadena a su tiempo a aquellos que están siempre en evidencia, al gusto de la moda. Hay algo de patético en la docilidad con la cual los "intelectuales libres" se apresuran en adaptar sus disertaciones a los temas obligatorios del momento, como son hoy el deseo, el cuerpo, o la seducción. Y nada es más fúnebre que la lectura 20 años después, de esos ejercicios impuestos de concurso que son reunidos, en un conjunto perfecto, en números especiales en las grandes revistas "intelectuales"...

—¿Se podría replicar que esos intelectuales tienen por lo menos el mérito de vivir afinados con su época?...
—Sí, si vivir afinados con su época es dejarse llevar por la corriente de la historia intelectual, flotar al gusto de las modas. No, si lo que es propio al intelectual no es "saber lo que debe pensar" sobre todo lo que la moda y sus agentes designan como digno de ser pensado, pero sin intentar descubrir todo lo que la historia y la lógica del campo intelectual les impone pensar, en un cierto momento, con la ilusión de la libertad. Ningún intelectual se zambulle más en la historia, en el presente, que el sociólogo que practica su oficio (aquello que, para los otros intelectuales, es objeto de un interés facultativo, exterior al trabajo profesional de filósofo, de filólogo o de historiador, es para él, el objeto principal, primordial, hasta exclusivo). Pero su ambición es extraer del presente leyes que le permitan dominarlo, separarse de él.

—¿Pero esa mención a los determinismos sociales que pesan sobre los intelectuales no lleva a descalificar a los intelectuales y a desacreditar su producción?
—Creo que el intelectual tiene el privilegio de estar situado en condiciones que le permiten trabajar para conocer sus determinaciones genéricas y específicas. Y, de ese modo, librarse de ellas (por lo menos parcialmente) y ofrecer, a los otros, medios de liberación. La crítica de los intelectuales, si es que hay crítica, es el inverso de una exigencia, de una espera. Me parece que es bajo la condición de que conozca y domine lo que lo determina que el intelectual puede cumplir la función que muchas veces se atribuye de manera puramente usurpadora. Los intelectuales que se escandalizan con la simple intención de clasificar este inclasificable muestran de ese modo cuán distantes están de la conciencia de su verdad y de la libertad que ella podría darles. El privilegio del sociólogo, si es que existe, no es el de planear por sobre aquello que clasifica, pero sí el de saberse clasificado y de saber más o menos donde él se sitúa en las clasificaciones. Insertar al sujeto de la ciencia en la historia y en la sociedad, no es condenarse al relativismo; es crear las condiciones de un conocimiento crítico de los límites del conocimiento, que es la condición del verdadero conocimiento.

—¿Qué le lleva a usted a denunciar la usurpación de la palabra por los Intelectuales?
—Es muy común que los intelectuales se aprovechen de la competencia que les es socialmente reconocida para hablar con una autoridad que supera mucho los límites de su competencia técnica, en especial en el campo político. Los intelectuales se atribuyen una legitimidad que muchas veces les es dada: porque poseen títulos, títulos escolares que son los títulos de nobleza de nuestras sociedades. Ellos se atribuyen el derecho usurpado de legislar sobre todas las cosas en nombre de una competencia social que, muchas veces, es totalmente independiente de la competencia técnica que ella parece indican Estoy pensando en lo que constituye, a mi modo de ver, una de las tareas hereditarias de la vida intelectual francesa: el ensayista, tan profundamente arraigado en nuestras instituciones y en nuestras tradiciones, que serían necesarias horas para enumerar sus condiciones sociales de posibilidad (citaré apenas esa especie de proteccionismo cultural, asociado a la ignorancia de las lenguas y de las tradiciones extranjeras, que permite la supervivencia de emprendimientos ultrapasados de producción cultural; o los hábitos de los grupos preparatorios para las grandes escuelas, o las tradiciones de las clases de filosofía). A los que se satisfacen demasiado rápido, yo les diría que los errores andan de a pares y se sustentan mutuamente: al ensayismo de los que "disertan sobre todo", corresponden las "disertaciones infladas" que muchas veces constituyen las tesis. En suma, lo que está en cuestión es la dupla formada por el pedantismo y por la mundaneidad, por la tesis y por la idiotez, que torna totalmente improbables las grandes obras sabias y que, cuando ellas surgen, las condena a la alternativa de la vulgarización semimundana o a la del olvido.

—Usted denuncia una filosofía fantaseosa de la historia. Pero, ¿será que sus análisis no olvidan la historia, como a veces dicen sus críticos?
—En verdad, yo me esfuerzo por demostrar que lo que se llama "social" es del principio al fin, historia. La historia está inscripta en las cosas, o sea en las instituciones (las máquinas, los instrumentos, el derecho, las teorías científicas, etc.) y también en los cuerpos. Todo mi esfuerzo tiende a descubrir la historia dónde ella se esconde mejor: en los cerebros y en los pliegues del cuerpo. El inconsciente es historia. Es también el caso, por ejemplo, de las categorías de pensamiento y de percepción que aplicamos espontáneamente al mundo social.

—¿El análisis sociológico es un instantáneo fotográfico del encuentro entre esas dos historias, la historia hecha cosa y la historia hecha cuerpo?
—Sí, Panovsky recuerda que cuando alguien levanta su sombrero en un saludo, reproduce sin saberlo, el gesto por medio del cual en la Edad Media, los caballeros levantaban sus yelmos para manifestar sus intenciones pacíficas. Hacemos eso todo el tiempo. Cuando la historia hecha cosa y la historia hecha cuerpo se armonizan perfectamente, como en el caso del jugador de fútbol —las reglas del juego y el sentido del juego— el actor hace exactamente aquello que debe hacer, "la única cosa a hacer", como se dice, sin necesitar siquiera saber lo que hace. Ni autómata, ni calculador racional, él es un poco como el Orión ciego dirigiéndose al sol del cuadro de Poussin, tan apreciado por Claude Simon.

—Lo que significa que, en la base de su sociología, hay una teoría antropológica o, más simplemente, una cierta imagen del hombre...
—Sí, esa teoría de la práctica o mejor, del sentido práctico se define antes que nada contra la filosofía del sujeto y del mundo como representación. De hecho, entre el cuerpo socializado y los campos sociales (dos productos generalmente afines de la misma historia), se establece una complicidad infraconsciente, corporal. Pero ella se define también por oposición al "behaviorismo". La acción no es una respuesta cuya llave estaría enteramente en el estímulo que la desencadena, y ello tiene por principio un sistema de disposiciones lo que llamo —de "habitus"—, que es producido por toda la experiencia (lo que hace que, como no hay dos historias individuales idénticas, no haya dos "habitus" idénticos, aunque haya clases de experiencias, y por lo tanto clases de "habitus" —los "habitus" de clase—). Esos "habitus", especies de programas (en el sentido de la informática) históricamente montados, están, en cierta manera, en el principio de la eficacia de los estímulos que los desencadenan, una vez que esas estimulaciones convencionales y condicionales sólo pueden ejercer sobre organismos dispuestos a percibirlos.

—¿Esa teoría se opone al psicoanálisis?
—Ahí el caso es más complicado. Voy a decir apenas que la historia individual en lo que ella tiene de más singular, y en su propia dimensión sexual, es socialmente determinada. Lo que está muy bien expresado en la fórmula de Carl Schorske: "Freud se olvidó que Edipo era un rey". Pero sí es correcto recordar al psicoanálisis que la relación padre- hijo es también una relación de sucesión, el sociólogo, a su vez, debe evitar olvidar que la dimensión propiamente psicológica de la relación padre- hijo puede impedir una sucesión sin historia, en la cuál el heredero es, en realidad, heredado por la herencia.

—Pero, cuando la historia hecha cuerpo está perfectamente armonizada con la historia hecha cosa, se tiene una complicidad tácita de los dominados con la dominación.
—Algunos se preguntan a veces por qué los dominados no son más revoltosos. Basta tener en cuenta las condiciones sociales de producción de los agentes y de los efectos durables que ellas ejercen al registrarse en el temperamento, para comprender que personas que son productos de relaciones sociales indignantes, no son necesariamente tan revoltosas cuanto serían si, siendo producto de condiciones menos indignantes (como la mayoría de los intelectuales) fueran enseguida puestas en esas condiciones. Lo que no equivale a decir que se tornan cómplices del poder por una especie de truco sucio, de mentira a sí mismos. Y después, no debemos olvidar todos los desfasajes entre la historia incorporada y la historia reificada, todas las personas que se sienten "mal en su piel", como se dice hoy en día. Es decir, en su posición, en la función que les es atribuida. Esas personas fuera de línea que se dislocan en su clase, para abajo o para arriba, son personas con historias que, muchas veces hacen historia.

—¿Esa situación de estar fuera de línea, usted dice sentirla muchas veces?
—De las personas sociológicamente improbables se dice muchas veces que son "inviables"... La mayoría de las preguntas que yo hago, principalmente a los intelectuales, que tienen tantas preguntas y, en el fondo, tan pocas preguntas, sin duda están enraizadas en el sentimiento de ser un "extranjero" en el mundo intelectual. Cuestiono ese mundo porque él me pone en cuestión y de un modo muy profundo que va mucho más allá del simple sentimiento de exclusión social: no me siento nunca plenamente justificado por ser un intelectual, no me siento "en casa" tengo la sensación de tener que rendir cuentas —¿a quién?: no sé— de lo que me parece ser un privilegio injustificable. Esa experiencia que creo reconocer en muchos estigmatizados sociales (por ejemplo en Kafka), no predispone a la simpatía por todos aquellos —y no son menos numerosos entre los intelectuales que en cualquier otro medio— que se sienten perfectamente justificados por existir como existen. La sociología más elemental, de la sociología certifica que las mayores contribuciones a la ciencia social se deben a hombres que no se sentían como peces dentro del agua en el mundo social tal como éste es.

—Ese sentimiento de no estar "en casa" explica quizás la imagen de pesimismo que le es atribuida. Imagen que lo que usted se defiende...
—Tampoco me gustaría que sólo se encontrara de loable en mi obra su optimismo. Mi optimismo, si es que hay algún optimismo, consiste en pensar que es necesario sacar el mayor partido posible de toda la evolución histórica, que llevó a muchos intelectuales a un conservadurismo desabusado: sea esa especie de fin lamentable de la historia que cantan las "teorías de la convergencia" (regímenes "socialistas" y "capitalistas") y el "fin de las ideologías" o, más cerca, los juegos de competencia que dividen los partidos de izquierda, haciendo ver que los intereses específicos de los "hombres del aparato" pueden pasar al frente de los intereses de los demás miembros del partido. Cuando no hay muchas cosas más que perder, especialmente, en materia de ilusiones, es hora de formular todas las preguntas que fueron censuradas por mucho tiempo en nombre de un optimismo voluntarista, muchas veces identificado con las disposiciones progresistas. Es hora también de encarar el punto ciego de todas las filosofías de la historia, o sea, el punto de vista a partir del cual ellas son asumidas; de preguntar, por ejemplo, como Marc Ferro en su último libro sobre la revolución rusa, cuáles son los intereses que los intelectuales dirigentes pueden tener en ciertas formas de "voluntarismo", capaces de justificar el "centralismo democrático", o sea, la dominación por los permanentes y, más ampliamente, la tendencia al desvío burocrático del impulso subversivo que es inherente a la lógica de la representación y de la delegación, etc. "Quien aumenta su ciencia", como decía Descartes, "aumenta su dolor". Y el optimismo espontaneísta de los sociólogos de la libertad muchas veces no es más que un efecto de la ignorancia. La ciencia social destruye muchos engaños pero también muchas ilusiones. Sin embargo, dudo que exista otra libertad real amén de aquello que el conocimiento de la necesidad torna posible. La ciencia social no cumpliría mal su contrato si pudiera erguirse al mismo tiempo contra el voluntarismo irresponsable y contra el cientificismo fatalista; si ella pudiera contribuir, por menos que fuese, para definir el "utopismo racional" capaz de echar mano del conocimiento de lo probable para provocar el advenimiento de lo posible.
Entrevista realizada por Didiere Eribon.
4 de mayo de 1980.
Traducción: María Cecilia Maggi
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